"Chimbarongo, la ciudad pequeña más grande de Chile" El Mimbre, el corazón de Chimbarongo (Miguel Lira Muñoz)

domingo, 3 de marzo de 2013

LEYENDAS LOCALES


Como toda comunidad, la nuestra también tiene  muchas leyendas que se han ido creando gracias a la gran capacidad de “narrar” e “inventar”  historias de las más diversas temáticas. Famosa es la leyenda de hombre chancho que fue “el cuco” para toda una generación de los años 60. Sobre este “siniestro” personaje con cabeza de chancho se cuenta que sus correrías habrían nacido en el bosque, donde hoy está la población con el mismo nombre y que no faltaron los que organizadamente, claro sí durante el día, realizaban verdaderos safaris, por el bosque para ver si se encontraban con el famoso hombre chancho. Personas muy distinguidas de nuestra comuna, afirman que vieron en más de una oportunidad a este personaje en las noches de niebla recorriendo la desaparecida pérgola de plaza de armas. Sin embargo, otros afirmaban que todo era un invento para que los niños se acostaran temprano y no jugaran los prados de la plaza.
 Para los vecinos del barrio norte de nuestra ciudad, especialmente en los alrededores de la parroquia San José, la leyenda del “cura sin cabeza” hoy, es mirada como una anécdota más, pero a pesar de eso, muchos vecinos que tienen sus cuantos años, afirman que en más de alguna  oportunidad ellos vieron a tan siniestro personaje de la leyenda comunal, espacialmente cuando volvían al amanecer de la casa  de “Los siete Pilares”
Pero también hay leyendas  que nos hablan del mimbre, por lo tanto, para nuestra identidad local, tienen un singular valor y que he logrado recopilar.
El mimbral de don Ramón
 Esa noche, Huacho, con asombro vio que el metro de mimbre ya se le había terminado y eran muchos los canastos que le faltaban para terminar el pedido de don Ramón. Aprovechando las últimas varillas, pudo terminar un cesto más de los veinte que tenía que hacer. Le faltaban seis canastos. Conociendo el carácter y la avaricia de don Ramón, Huancho se dirigió a la casa del primero para solicitarle más mimbre y terminar así el pedido. Huancho sabía que la mejor hora  para encontrar a don Ramón, era el medio día, en ningún caso en la noche, pero era mayor el deseo de terminar luego los canastos, decidió ir a la casa de don Ramón muy cerca de la media noche, arriesgando un gran enojo de éste. Aprovechando esta imperiosa necesidad de tener mimbre  y junto al deseo de  saber el porqué don Ramón le molestaba tanto que visitaran su casa en la noche. Huancho se dirigió raudamente hasta la casa de  don Manuel. Faltaban pocos minutos para la media noche cuando llegó a la vieja casa de adobe y tejasen Un silencio de cementerio reinaba en el sector. El olor de la plantación de mimbre testimoniaba que era la casa de don Ramón. Huancho, tímidamente dio los primeros golpes en la puerta, sin recibir ninguna respuesta. Esperó nerviosamente por un largo rato y nada. Ya algo inquieto por la hora,  se dirigió hacia un viejo portón de lata que daba paso hasta la gran plantación de mimbre de don Ramón.
La suave luz de la luna permitía divisar lo que había en el interior de la casa. Por un largo rato, Huancho,  observaba por el orificio de las cadenas que cerraban el portón. Dio varios golpes, pero tampoco tuvo respuesta. Con temor se atrevió a llamarlo, pero nada. Un silencio de cementerio reinaba y envolvía a la noche. Cansado ya de mirar por el incómodo orificio, optó sin mediar las consecuencias por traspasar el deslinde de alambra de púas que limitaba el sitio de don Ramón. Ya en el interior, y con el corazón encabritado, tímidamente lo llamó, pero nada. Caminó otro tanto metiéndose por la plantación de mimbre. Volvió a llamar con tenue voz, pero nada. Se acercó a un viejo sauce que estaba en el deslinde oriente, porque vio que desde allí, salía débil hilo de humo espeso. Sin meter mucho ruido, cuidando en no estropear las tiernas varillas de mimbre, se acercó lo que más pudo al lugar donde salía el humo. Huancho esperó un instante, agachado, posición no muy cómoda, camuflado y con un terrible susto porque estaba consciente lo que estaba haciendo no era lo correcto. En eso, vio que don Ramón desde la copa del viajo sauce, estaba esparciendo tierra sacada de un saco. Sacaba un puñado y lo lanzaba al aire. Extrañas palabras decía y que Huancho no logró entender. Con la luz de la luna, la figura de don Ramón se dibujaba tétricamente entre las plantas de mimbre.
Cundió el susto de Huancho y con dificultades para respirar, quiso esconderse un poco más y al intentar ocultarse entre una frondosa planta, un movimiento brusco y mal calculado, lo llevó de bruces al suelo provocando un alboroto  en el mimbral. Don Ramón, sorprendido preguntó quién andaba en su mimbral. No recibió respuesta alguna. Huancho, pasmado de miedo, inmóvil ni siquiera respiraba para no ser sorprendido. Don Ramón bajo lentamente del sauce con el resto de tierra que le quedaba dentro del saco, para  averiguar qué había pasado entre los mimbres. Miró hacia todos los lados, caminó con cuidado hasta el lugar de los hechos, viendo con asombro y rabia la figura de Huancho que estaba acurrucado y temblando de miedo. No fue capaz de musitar palabra alguna. Don Ramón lleno de ira y al comprobar que Huancho lo había sorprendido en su satánico rito de esparcir tierra del cementerio sobre su mimbral para aumentar la cantidad y calidad de cada planta de mimbre. Eso don Ramón no lo podía aceptar. Era algo que lo venía haciendo desde hace mucho tiempo con muy buenos resultados. Con fiereza le dio a Huancho un puntapié en pleno estómago. Huancho sólo dio un grito de dolor, más que un grito fue un alarido. Un rosario de garabatos y más patadas recibió Huancho. No tuvo tiempo para explicar por qué estaba ahí. No alcanzó a decir que lo único que quería, era pedirle más mimbre para cumplir con el trabajo que don Ramón le había solicitado. Un hilo de sangre empezó a emanar de la boca de Huancho que estaba tirado en el suelo, anunciando que la muerte estaba llegando. Las patadas fueron crueles. Don Ramón, sin vacilar, tomó el cuerpo inerte de Huancho y como pudo lo arrastró hacia la orilla donde estaba el viejo sauce. En seguida fue en busca de una pala y un chuzo. Con esfuerzos increíbles, empezó rápidamente a cavar un hoyo para dejar allí el cuerpo de Huancho que ya no respiraba. El sudor y el cansancio no fueron impedimentos para que don Ramón terminara la fosa. Tomó el cuerpo tieso y mal herido de Huancho, lo arrastró un pocos metros y lo dejó caer para cubrirlo  con la tierra húmeda del mimbral. Terminada la macabra acción, don Ramón cogió sus cosas y a paso raudo se dirigió a su casa. Ya en su cama, intentando dormirse, escucha un  horroroso grito de espanto. No quiere creer que se trata de Huancho. Estaba seguro que lo había dejado muy bien enterrado, por lo tanto, era imposible,  que estuviera vivo. Quiso levantarse, pero de nuevo otro grito desgarrador lo  atemorizó. Convencido que sólo se trataba de una sugestión, se acomodó en su cama y cerro fuertemente sus ojos y con su almohada tapó su cabeza para conciliar su sueño. Después  de algunas horas y cuando los gallos empiezan a taladrar  el silencio del alba, don Ramón logró dormirse profundamente.
La gente de la Turbina  afirma escuchar gritos desgarradores justo a la media noche cuando hay luna. Los actuales pobladores que habitan allí, donde estaba el mimbral de don Ramón, dicen ser testigos que así es. Una sucesión de gritos surgen de ese lugar. Los vecinos más antiguos aseguran que el mimbral de don Ramón, desde el día del entierro de Huancho, nunca  más volvió a ser  tan pródigo y abundante en mimbre, situación que llevó al dueño del terreno poner a la venta el terreno. Hoy, allí existe una modesta población y su gente dice escuchar en las noches, especialmente cuando hay neblina, desesperados gritos de dolor, dicen que es Huancho. También afirman, que después de muchos años don Ramón murió en la más espantosa pobreza y su último trabajo fue “pelar mimbre” en una plantación en el sector “Lo Orozco” de Chimbarongo
 El eterno campeón
 Para el equipo de Santa Teresa era la oportunidad de su vida jugar por vez primera en el Estadio Municipal. Acostumbrado a su cancha de buen pasto pero muy dispareja, arcos de madera y muy débiles. El trazado de las líneas de alta tensión cruzaba la cancha de Santa Teresa. Una ramada servía de camarín tanto para el local como para la visita. Los domingos se llenaba de gente para aplaudir las jugadas siempre con un rápido arranque del Cocholo, apodo que tenía Juan Vidal. A la gente le encantaba ver cómo le pegaba a la pelota el “huaso Urzúa”. Aplaudían cuando salía el primer equipo con sus verdes camisetas de seda y pantalones blancos y medias del mismo color. Era el equipo que había ganado para un “18”. Ese domingo, hubo dudas si jugaban o no, por las incesantes lluvias que había caído. El pasto del Municipal de Chimbarongo, se cuida mucho, cosa que costaba entender en el Santa Teresa, porque su cancha era de otra calidad. A orillas del cerro, en tierras ricas y que  había sido acondicionado por don  Iván, el patrón del fundo. Muy cerca del mediodía el Cocholo, recibió la confirmación del partido. Él, rápidamente comunicó al presidente del Club y que a esa hora estaba trabajando en la quesería del fundo. La noticia del partido se supo en todo el fundo y a las 13,30 horas quedaron de juntarse en  la llavería para emprender viaje a Chimbarongo a disputar un encuentro amistoso con el Club de Deportes. Cocholo, era el más contento, por fin podría jugar por primera vez en el Municipal de Chimbarongo, un buen recinto deportivo, buen césped, excelentes camarines, mesa de masajes, cómodas bancas, baños, etc. había juntado una cantidad de dinero para comprarse unos buenos zapatos de fútbol, marca “Alonso” de esos que usan los profesionales.
Por lo tanto, era la oportunidad para “bautizarlos”. Llegaron a muy buena hora a Chimbarongo, se bajaron del viejo camión y nerviosos se dirigieron a los camarines. La tercera serie estaba formada por jugadores que en su tiempo fueron buenos y como faltaba uno, el encargado del equipo decidió integrar al Cocholo. Éste aceptó encantado, porque a lo mejor le significaba jugar dos partidos, ya que era fijo, por su calidad, en el primer equipo. Abre su bolso y sus relucientes zapatos de fútbol, es lo primero que muestra lleno de orgullo, recibiendo una gran cantidad de tallas de sus compañeros. Se viste con el nerviosismo propio del que juega por vez primera en un estadio completo. Venir del campo a jugar a la ciudad, para el Cocholo era toda una proeza. El número siete ya en su espalda empieza con los típicos trotes cortos y rápidos para “calentar los músculos y los huesos” decía el Cocholo. Después de unos minutos, sólo se puede jugar con el balón. El Cocholo así lo hizo. Una pelota nueva, marca Crack, era el orgullo del Santa Teresa. El Cocholo quería entrar con el “cuerpo caliente” para jugar su mejor partido, por lo tanto, redobló la cantidad de ejercicios y de trotes. En eso estaba cuando una fuerte punzada en el pecho lo hizo caer fuertemente al suelo. Sus compañeros, asustados se acercaron para ver qué le ocurría a su mejor carta. El Cocholo tendido en el suelo y con su mano izquierda en el pecho respiraba con dificultades. Su rostro compungido y amoratado, daba muestra de algo grave. Un grupo de compañeros le masajeaban las piernas, otros, los brazos, uno quiso darle agua, recibiendo la censura de la mayoría. Varios minutos pasaron cuando la desesperación cundió en el grupo y en los locales optaron por llevárselo al hospital. Luego de la decisión quisieron acomodar el cuerdo del Cocholo, pero no fueron capaces ni siquiera de protegerlo con un abrigo que alguien pasó.
 Estaba muerto. Un fulminante ataque al corazón se había llevado para siempre al Cocholo. Entendía la tragedia, sus compañeros acongojados y con grandes interrogantes en sus ojos aceptan la realidad y esperaron que llegara la ambulancia. Entre varios lo levantaron y lo llevaron al camarín y lo pusieron un la rústica mesa de masajes.
Al tardar la llegada de la ambulancia, alguien muy piadoso y con corazón de campesino, encendió dos velas y un rosario de cuentas negras se desprendió de una mano temblorosa y se empezó a escuchar el monótono rezo de un avemaría. En algunos rostros, lágrimas estaban dejando huellas de un dolor. El Cocholo había muerto. Después de esperar más de una hora, la ambulancia llega para llevarse al Cocholo. Lo toman entre todos y con delicadeza lo instalan en la vieja y sucia camilla. Apagan las velas. Alguien se preocupa de guardar la ropa del Cocholo y con un tremendo dolor empiezan a abandonar el estadio.
El cuidador del estadio municipal aún recuerda este hecho y dice que en las noches de invierno se escucha que alguien trota en el camarín visita. Se escucha nítido el sonido que produce el zapato de fútbol cuando alguien trota sobre el cemento. También afirma que las veces que se ha levantado para ver de qué se trata se escucha un quejido de alguien que está cansado, exhausto y el olor a la “friega” que usan los futbolistas se cuela por sus narices. El perro del cuidador se enloquece ladrando como que le molestaran los trotes y piques cortos del Cocholo. El perro también pareciera que siente que alguien a la media noche de todos los inviernos, corre y celebra sus goles que nunca convirtió en el Estadio Municipal de Chimbarongo. Dicen y afirman que se trata del Cocholo que viene a jugar.
También está la leyenda de las tres peñas, que están ubicadas en el cerro camino al cementerio y que dada su magnitud, pueden ser vistas desde muy lejos. Hay varias interpretaciones  y que a continuación transcribo una recopilación de  M. Correa S. desconozco más detalles de esta persona. La transcripción será textual tal como llegó a mi poder.
 Las tres peñas
 Esto sucedió hace muchos años. Doña Matilde, en su humilde casa ubicada  a orillas del camino por donde pasaban muy temprano los campesinos a las faenas encomendadas por el ministro de la hacienda.
La mujer trabajaba afanosamente en su hogar para sacarlo adelante ya que había enviudado y no le quedaba más remedio realizar las labores de padre y madre, situación difícil. Se preocupó de traspasar sus conocimientos a su preciosa hija Carmencha en quien tenía cifrada sus esperanzas de “enmatrimoniarla” con algún hijo de hacendado o dueño de fundo, y así sacarla de una vez por todas de esa triste y miserable vida.
Pedro pasaba muy de madrugada montado en su fiel caballo “Tacho” el cual llevaba  y traía al “Pelluco” sin rezongos. Una mañana, mientras la Carmencha barría la entrada de su casa, vio pasar al buen mozo Pedro, que sin  querer cruzó su mirada con la hermosa Carmen, quien a su vez, le respondió con una hermosa sonrisa. El tiempo pasó y los jóvenes mantuvieron su amor en secreto ya que Carmen le había comentado a Pedro, las intenciones de su madre. Esta situación entristecía a Pedro pero su amor hacia Carmelita, cada día crecía y crecía.
Fueron muchos los lugares en los que los enamorados se encontraban en absoluto secreto donde se juraban amor eterno, sin saber lo que el destino les tenía preparado.
Doña Matilde ya se había enterado del amorío  de su hija con “Pelluco”, pero creía que pronto ese entusiasmo terminaría.
Muchas veces le dijo a Carmen que ya no quería ver a ese muchacho merodeando la casa, pero la niña seguía cultivando su amor hacia Pedro. Los enamorados mantenían el romance a pesar de las serias amenazas de la mujer que estaba decidida a terminar a como diera lugar esa relación que impediría los propósitos para los cuales, ella había educado a Carmelita, una mejor vida y no estaba dispuesta a tirar por la borda todos sus proyectos.
Ante tantos problemas, los enamorados planean en secreto el día y el lugar en el que se encontrarían par huir y así perpetuar su amor. Ya estaba todo preparado y fue así como se encontraron en el lugar acordado. Pedro había llegado con su caballo bien cargado con los morrales donde traía su ropa y enseres necesarios. Por su parte, Carmen cargaba un viejo bolso de viaje que jamás había ocupado en el que traía ropa y víveres para su viaje. Apresuradamente tomaron el camino que los llevaría a su nueva vida. No alcanzaron a andar muchos metros, cuando a lo lejos se escuchaban los gritos de  Matilde que corría tras su hija y que con lágrimas  le suplicaba  que volviera a casa, pero la suerte ya estaba echada.
Los ruegos de Matilde, se hacían cada vez más desgarradores y poco a poco esa pena fue transformándose en rabia y lentamente en un profundo odio.
“Ya que están tan decididos a estar juntos – dijo Matilde – yo los maldigo para que nunca más se separen”. El caballo “Tacho” había apurado su tranco y ya casi galopeando cerro arriba mientras el sol entregaba sus últimos  y tibios rayos.
La cansada mujer repetía una y otra vez la maldición que a la distancia ya casi no se escuchaba. Pedro y Carmencha siguieron subiendo por la empinada ladera. Pedro tiraba de las riendas a su caballo que penosamente cargaba los bultos de los jóvenes amantes. Carmela, se afanaba con mantener el tranco tras Pedro y su fiel “Tacho”.
Ya empezaba a caer la noche, cuando a lo lejos, aún se escuchaban las maldiciones de Matilde, que ya sin fuerzas en sus piernas, deja escapar sus gritos de odio y dolor. Algo extraño sucede y los amantes y su caballo poco a poco comienzan a transformarse en tres rocas. Rocas que hasta el día de hoy se conocen como las tres peñas  y que cada una de ellas representa a Pedro, Carmela y al caballo Tacho, y que se encuentran  en la mitad del cerro más alto, por el camino al cementerio,  y que miran hacia el pueblo de Chimbarongo.
Dicen que hay personas que han visto a la pareja y al animal transformados y se puede escuchar las palabras de amor eterno que se declararon los muchachos junto a los relinchos del fiel caballo “Tacho”. También se afirma que en las noches de invierno, se escuchan los gritos de maldición de Matilde. Son gritos desgarradores.
CHIMBARONGO CUNA DEL MIMBRE

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